lunes, 31 de mayo de 2010

Memoria

Excelente análisis de Mayra Montero. No se nos puede olvidar que el machismo es un mal que daña las raíces de toda la sociedad, por lo que no únicamente se manifiesta en violencia contra la mujer. Esos macanazos abusivos de la Policía nos suena a macharranería pura.

30 Mayo 2010
Memoria
Publicado en El Nuevo Día

A parte de todo, de los desaciertos y los inconcebibles errores del Gobierno respecto a la huelga en la Universidad (que a lo mejor, en puridad, son errores buscados), el argumento de la provocación verbal, que justificaría ciertos excesos policíacos, puede acarrear en el futuro horribles consecuencias. Y es que con ese cuento, por ejemplo, algunos hombres justifican la violencia machista. La mujer es la que los provoca, alegan ellos, y como “son humanos”, de repente estallan y la emprenden a patadas o a tiros contra la provocadora.

¿Es o no es el argumento que hemos escuchado a través de los años de labios de los agresores que acaban de descerrajarle un tiro a su pareja? Ella me provocaba, me insultaba, me desafiaba y me desobedecía. Todo lo cual justificaría que la destrocen, como han destrozado ya a tantas mujeres en lo que va de año.

Ese concepto de la agresión machista, trasplantado a la calle y a los encontronazos entre manifestantes y policías, es lo que puede llegar a desencadenar grandes abusos y hechos de sangre. Se supone que los agentes del orden público, sobre todo aquellos que pertenecen a unos grupos de elite, con una fuerza física descomunal (sólo hay que verlos), y equipo especializado para protegerse, sepan contenerse ante los gritos, los insultos o los desafíos. De lo contrario, ¿dónde está la preparación científica, la sangre fría, la disciplina propia de la profesión?

En todos los países del mundo, en todos, incluso en aquellos donde los ciudadanos son más flemáticos o impasibles, cuando surge este tipo de protesta masiva, estudiantil u obrera, y se les enfrentan efectivos de la policía, los manifestantes increpan a la autoridad, porque de eso se trata. Unos intentan pasar, los otros luchan por impedir el paso, y entonces hay forcejeo, insultos, empujones. ¿Nadie ve los noticiarios del mundo? ¿Lo que pasó en las protestas de Atenas, por ejemplo, hace alrededor de un mes; o lo que ocurrió en febrero, durante la Marcha del Coraje en Ciudad Juárez; o lo que ha habido en Argentina, o en Chile, donde el otro día ya los estudiantes “estrenaban” a Sebastián Piñera? Y a menos que se anuncie como una marcha silenciosa, que son raras y por cuestiones muy distintas, las protestas son protestas y la gente desafía a los que las controlan.

Aquí rápidamente se recurre al chantaje emocional de lo que pensarán los turistas. Oigo eso y me revuelve el estómago. Y luego seguimos con el chantaje machista de que los culpables son aquellos que se dedican a provocar verbalmente a los agentes, quienes, como son humanos, explotan. Sí, pero es que no pueden explotar. No se supone que lo hagan. Porque resulta que cuando lo hacen tienen a su disposición armas letales, y las masacres se dan cuando eso pasa.

Con lo que llegamos a la famosa patada en los genitales, propinada por el segundo al mando en la Policía, y que ha producido una secuencia de, al menos, cuatro fotos grotescas. Vamos a ver: un jefe policíaco que se supone que está donde está para mantener la calma y asegurarse de que sus subordinados hagan un trabajo limpio, se acerca al lugar donde ya tienen inmovilizado a un hombre. Es inadmisible la excusa de que él “creyó” que el estudiante tenía intención de apoderarse del arma de uno de los policías -quien, por cierto, no es un guardia de palito, sino un agente entrenado para no dejarse arrancar ni una sonrisa- y que por eso le patea los testículos. Una maniobra como la de arrebatar el arma a un policía, la intenta desesperadamente un gatillero, un delincuente peligroso que ha cometido crímenes atroces y que no tiene nada que perder.

Pero un estudiante con varios agentes a su alrededor, que además yace inutilizado, ¿tiene en verdad la astucia y la facilidad de hacerlo? ¿Y para qué, para matar a todos? Es una excusa vil, improvisada de cualquier manera cuando las fotos no tenían marcha atrás. La escena fue esencialmente machista. De esas que también se han visto en los noticiarios del mundo y en no pocas películas: trajeado, con los zapatos brillositos, el cuerpo ligeramente echado hacia atrás (dando la impresión de que no quiere ensuciarse, ni que lo salpique el sudor), se toma unos segundos en apuntar y le propina la patada allí, en un lugar en torno al cual existe toda una construcción del poder ejercido a través de la vergüenza, de la humillación y del dolor intenso. Es un golpe que sabe lo que busca. Y, como si fuera poco, la víctima no lo ve venir; y aunque lo viera, ¿cómo va a esquivarlo? El otro se ha tomado su tiempo para colocar el pie: no quiere errar, no quiere pegar ni un milímetro fuera, sino entre las piernas, el blanco perfecto para reprimir con ira. Y para proyectar esa impotencia básica del pensamiento. Son extremos que nos recuerdan otros extremos.

Hagamos, por favor, memoria.

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