sábado, 10 de diciembre de 2016

Los Derechos Humanos como defensa ante el horror


Hoy Día de los Derechos Humanos, las redes sociales me recuerdan que, hace cuatro años, la Revista Cruce publicó el siguiente escrito de mi autoría. Como me percato de que el enlace original a la columna no funciona más, lo copio por aquí. Este escrito es de los más difíciles que se me ha hecho crear. Recuerdo claramente mi estado anímico de entonces y el sentimiento de impotencia e indefensión que me atacó por mí y mi gente amada. No obstante, también recuerdo mi convicción de que, en momentos así, la única estrategia correcta es apostar a los derechos humanos- no como un mero listado legalista de obligaciones estatales- sino como experiencias vivas, ricas y plenas, que propendan al amor, la solidaridad y la empatía. Es esa convicción la que consuela a mi corazón y la que motiva que quiere compartir el escrito nuevamente con ustedes. Gracias por leer y compartir. vrt



Los Derechos Humanos como defensa ante el horror
10-diciembre-2012






-          A Bárbara, por elegir al amor



¨Quizá no seamos héroes

pero aún seguimos vivos

y en la crisálida su voz estallará.

Y no se quedará inmóvil al borde del camino

y hará futuro su fuerte fragilidad.¨

Ismael Serrano

 

            Juro que quería escribir de otra cosa. Lo juro. Quería dedicar esta columna a mi último viaje de militancia feminista para el Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de la Mujer (CLADEM), el cual me llevó a las hermosas calles de La Haya en Holanda. Quería escribir de los encuentros que tuve con mujeres maravillosas de África, las Américas,  Europa y Asia, que me hicieron sentir pequeña entre tanta grandeza, trabajo valeroso e historias de superación. Quería contarles, por ejemplo, de la Organisation for Women´s Freedom in Iraq (OWFI) http://www.equalityiniraq.com, de Puntos de Encuentro de Nicaragua http://www.puntos.org.ni/ y del Instituto Nacional de Equidad de Género e Historia de las Mujeres de Holanda http://www.e-quality.nl/. También interesaba compartir mis impresiones sobre la necesidad de que las feministas puertorriqueñas conectemos con nuestra latinoamericanidad, que es a la vez nuestra ventana al mundo, derrotando a todo pulmón las barreras del colonialismo. Vamos, quería hablarles de cosas bellas, de  proyectos que están funcionando en otros países y de ideas para lograr una mejor vida para las personas que habitamos Puerto Rico.



            Pero ¿qué hago si de lo que quiero hablar es de un asesinato? Y ¿qué es un asesinato sino la negación más cruda de todos los principios sobre los que se levantan los derechos humanos? Lo que me nace es compartirles las emociones contradictorias que tuve por cinco días, desde que- por amistad con Bárbara Jiménez, amiga y compañera de CLADEM- decidí enfocarme en la parte más espiritual de mi ser, como las personas que lanzan pensamientos positivos al universo para ver si tienen eco; a pesar de mi pesimismo, a pesar de ser cagüeña y saber que a esa máquina ATH de Condadito no se debe ir ni de día, elegí tener fe de que todo terminaría en un susto. Las esperanzas se fueron desvaneciendo una por una hasta que al final llegó el silencio terrible del shock. José Enrique, asesinado. A la primera pregunta que me vino a la mente, ¿y ahora qué se hace con esta desolación?, lo que se me ocurrió fue ¨abrazar a quienes nos quedan¨. Aún así quedaban las dudas, el miedo y la tristeza.  Después, las portadas. Tortura. Así, de simple, con todas sus letras. Tortura. Y ahí se me revolcó todo. Recordé a los muertos de mi familia, aún los que fueron asesinados antes de que yo naciera. Recuerdo el rechazo visceral de mi madre hacia El Vocero por aquella portada en la que publicó el cadáver de su hermano asesinado. Tortura, dicen. Como si fuera cualquier cosa. La habitación se me hizo pequeña. Ni el abrazo amado me quitó la sensación de amargura. Y entre todas esas cosas, decidí concentrarme en lograr inspiración para escribirles sobre la importancia de reivindicar la lucha puertorriqueña por los derechos humanos de todos los seres humanos. De todos y todas.


            Después de tremendas tragedias como la de José Enrique, no falta quien intente convencernos que debemos apartarnos de la ruta de los derechos humanos- esa que reclama que los Estados deben garantizar  una vida libre de violencias con acceso a la educación, servicios de salud, alimentos y vivienda- y sucumbir a nuestros deseos de venganza. De hecho, hay quien acusa a las defensoras y defensores de derechos humanos de ser, en parte responsables, de las muertes violenta. Algunos nos recuerdan que debimos votar a favor de las enmiendas a la Constitución para limitar el derecho a la fianza, obviando el hecho de que uno de los secuestradores y asesinos era un joven sin expediente criminal e hijo de una madre y un padre tan decentes que ellos mismos lo entregaron a la Policía.  Nos acusan también si osamos siquiera cuestionarnos qué pasó por la vida de esas dos mujeres que las convirtió en el alma de todo un operativo macabro y abusivo. En fin, la rabia y la desolación nos hacen susceptibles de convertirnos en chivos expiatorios.


            La realidad es que, en momentos de mayores violencias, es cuando mejor nos recompensa invertir en prácticas humanistas, solidarias y a favor de la equidad. Lo sé porque nos lo contó la presidenta de la OWFI cuando habló de cómo las mujeres iraquíes se convirtieron en ¨buena mercancía¨ luego de la ocupación estadounidense y como ahora, muchas de ellas, han logrado escapar la violencia y desarrollarse. Lo sé porque cuando en el Palacio de la Paz se tocó el tema de Palestina y su falta de protección internacional hubo un silencio incómodo que nos avergonzó a todos, vergüenza que poco después llevó al reconocimiento de Palestina como estado observador. Lo sé porque por cada mujer que resulta sexualmente explotada en Nicaragüa, muchas otras son impactadas positivamente por campañas feministas.  En momentos de crisis, apostar por los derechos humanos brinda un puente amoroso y solidario hacia la paz; rechazarlos es resignarnos a vivir en medio del horror.