Una muerte inesperada
Por Miladys Soto
Especial para EL VOCERO
25 de noviembre de 2009 04:00 am
La muerte te llega cuando menos lo esperas. Cientos de titulares sobre crímenes transitan a diario por los medios de comunicación. Pensamos que “eso no me va a pasar a mí”. Lamentablemente hace tres años y diez meses sucedió. Perdí a mi hermana inesperadamente y un pedazo de mí murió junto a ella.
El domingo, 15 de enero de 2006, fue el día que partió nuevamente de Adjuntas para iniciar otro semestre de Pedagogía en la UPR de Ponce. Nos levantamos y la ayudé a empacar. Antes de que llegara mamá Ana a recogernos comimos juntas por última vez aquellos canelones con queso que sólo saboreo en mi memoria, pues no los he vuelto a comer porque mami ya no los quiere cocinar. Partimos. Llegamos a Ponce, a un centro comercial, allí me compró dos libros del Gabo que quería releer, Relato de un náufrago y Los funerales de la Mamá Grande. Debo confesar que cada vez que tengo esos textos en mis manos la nostalgia me invade, lo siento, no los he podido releer.
Todo el día tuvo los mareos propios del embarazo de dos meses de gestación, por eso la llamé en la tarde para saber si todo estaba bien. Charlamos y nos reímos como siempre, mami no pudo hablarle y darle la bendición porque estaba ocupada. “Buenas noches ‘Tata’, te amo. Buenas noches ‘Princesa’, te amo también”. El lunes fue feriado, en la noche me percato de que no me había llamado. Comienzo a llamarla insistentemente, sé que algo anda mal. Lo sabía no porque algún sentido sobrenatural me permita intuirlo, sino porque hacía un mes ella me había dicho que estaba amenazada. Al saber del peligro que corría, sentí un miedo terrible de imaginarme que esa amenaza se pudiera concretar. Si no abortaba, el padre de su hijo la mataría, eso le dijo.
Nada de eso importa ahora. A partir de la noche de ese lunes tuve que tomar las decisiones más importantes de mi vida, postura que a mis 17 años no debía asumir. Llamé a mi papá, para que realizara conmigo aquella búsqueda al azar: estuve con él hasta las cinco de la madrugada del martes visitando todos los hospitales de Ponce. El carácter fuerte y la actitud desafiante de mi padre se esfumaron. Sólo quedó la angustia. Con foto en mano llegaba sin saber qué decir en los mostradores de recepción de los hospitales. “Buenas noches”, titubea, y luego preguntaba si de casualidad había llegado una mujer igual a la foto. No, nunca estuvo en un hospital.
El agotamiento era evidente el martes, no comí nada en los tres días que la busqué como aguja en un pajar. ¿Cómo podía llevarme comida a la boca sin saber si ella había tenido la dicha de comer? Pero no, ella no comía, su cuerpo permanecía inerte en un paraje solitario con cinco balas en el cuerpo. Ese martes comenzaron las entrevistas con agentes del Cuerpo de Investigaciones Criminales (CIC), yo era el centro de la pesquisa, lo sabía todo y me llenaba de coraje ver que aquellas personas sólo trabajaban para encontrar un cadáver, mientras yo conservaba la esperanza de encontrarla viva. Me imaginé el reencuentro, la ví corriendo hacia mí para fundirnos en un abrazo. Tuve que conformarme con abrazar un féretro rosado en una capilla fría.
Siempre he creído en Dios, pero debo reconocer que he sido una mujer de poca fe. Aquellos días le pedí a ese Ser omnipotente con una fe que no volveré a sentir, le pedí con fuerza, de rodillas, rendida y derrotada que por favor, mi hermana estuviera viva. No me importaba si estaba malherida, si había perdido a su bebé, la quería a ella. El miércoles 18 apareció. Toda mi familia estaba en casa, yo comandaba la situación. Suena el teléfono. El agente Rubén Velázquez me pide que llegue con mi papá a X lugar. Obviamente ya sabíamos que estaba muerta. Esperamos a los oficiales frente a una iglesia en Ponce. Estaba nerviosa, deseaba fervientemente el humo de un cigarrillo, pero mi familia no tenía conocimiento de esa debilidad mía. Vomité. Ahora que lo analizo me percato de la magnitud de aquella tensión que se apoderaba de mí…
Todavía no llegaban los agentes y alguien llamó diciendo que estaba muerta. Realmente no tengo muy claro ese momento, perdí el control, grité, prefiero no recordar. Me advirtieron que me controlara, porque papi no había llegado, por lo tanto no lo sabía. Simultáneamente mami se desquiciaba en casa con los vecinos como espectadores.
Me hubiera encantado que todo terminara ahí. Pero no, por una razón que aún desconozco, tuve que preparar todo su funeral. Entre tantas cosas que hice, preparé una foto de ella y encargué un arreglo con flores violetas, su color preferido, para ponerlas sobre el féretro, pues en nuestras mentes sólo quedaría el rostro de aquella foto, ya que no la dejaban ver, estaba desfigurada y en avanzado estado de descomposición. Fui la primera persona en entrar a la capilla, llegue sola a colocar la foto, y comprendí que estaba muerta, en esa caja rosada que escogieron “pa’ la nena”.
Traté de llorar lo menos posible para apoyar a mi madre. Dispuse de todas sus cosas, regalé algunas, boté otras y conservé ciertos artículos que guardo como tesoros. El día que fui a su hospedaje a recoger la mudanza, vi su pijama bajo la almohada y la cama hecha, lista para dormir. Ella salió con la certeza de regresar pronto y nunca regresó. Yo no dejo la cama lista ni la pijama cuando salgo, no quiero dar por sentado que voy a regresar a casa, quien sabe y la muerte me aguarda al otro lado de la esquina, cuando menos lo espere.
Nota del editor: La autora es estudiante de Periodismo de la Escuela de Comunicación del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico y hermana de la víctima.
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