Iris Rodríguez Acevedo
Diariamente, en cuanto posamos la mirada en cualquier producto creado por los medios de comunicación y publicidad, saltan a la vista diversas imágenes destinadas a estimular el consumo de objetos y promover conceptos cada día más complejos y extravagantes.
Gran parte de los anuncios gráficos que observamos por todos lados, no sólo en la televisión, el cine o la red, contienen alguna composición que expone o imita el cuerpo femenino. Las revistas, periódicos y todo tipo de propaganda contribuyen a la sobreexposición de la mujer, creando unos estereotipos de belleza generalizados, de lo que debe ser una fémina. Así, el público comienza a evaluar a las mujeres de carne y hueso de acuerdo con los cánones de hermosura adulterada y retocada de las modelos profesionales.
Lo que comienza con estrategias publicitarias, se convierte en las reglas de oro para obtener una figura perfecta, labios sensuales, cabello flotante y lustroso, un rostro sin líneas de expresión… y así nos venden el sueño de que la norma real es la perfección y que todas debemos alcanzar ese ideal para no caer en la categoría de personas feas o indeseables.
Lo terrible de todo esto es que niñas y mujeres cada vez más jóvenes, caen en las garras de la insistente campaña de que toda chica debe aspirar a ser una reina de belleza, una princesa de Disney o, por supuesto, Barbie. Así, al pretender cambiar la imagen original por otra fabricada en serie, las mujeres y niñas van perdiendo parte de su esencia e individualidad, aquello que la naturaleza nos regaló para distinguirnos las unas de las otras.
Los grandes protagonistas de la imposición de conceptos de belleza generalizados son , básicamente, dos: el patriarcado y el capitalismo. El primero, porque carga con el ancestral culto al varón, al cual todas las del sexo femenino deben respetar, obedecer y complacer, porque ellos ostentan el poder y el segundo, porque es el sistema económico que permite que la minoría adinerada se lucre del consumismo que su propaganda genera en las masas; de la ansiedad enfermiza que siembra, en este caso, en las mujeres, para que se gasten todo lo que tienen en construirse una imagen que quepa en los moldes que los grandes comerciantes crearon para controlar lo que ellas usan y consumen.
Aquí es donde comienza el proceso de la omisión, que consiste en invisibilizar y descartar a las que no cabemos en los modelos preconcebidos, no tenemos el cuerpo y el rostro correctos, o no podemos lucir de acuerdo con los criterios de elegancia y sensualidad que el comercio ha decretado. Nunca se está demasiado delgada para ser aprobada por la mayoría , que cree que debemos parecer lápices con piernas para ser atractivas y visibles.
Las que llegamos a los 50‘s, estamos sobrepeso, nos apoyamos en bastón o ambulamos en sillón de ruedas, automáticamente quedamos borradas y descartadas, impensadas como personas sexuales e inteligentes, merecedoras de respeto y oportunidades para vivir satisfactoriamente. El rechazo a la mujer madura, “que se puede cambiar por dos de 20” , es un acto de violencia imperdonable que los medios de comunicación refuerzan constantemente.
Mientras es joven, bella y sin discapacidades visibles , la mujer “vende” lo que sea. No hay más que fijarse en la mayoría de los anuncios y ver que por tontos, inútiles o grotescos que sean los productos, en ellos se puede apreciar, de cuerpo completo o segmentada, la presencia femenina, proyectada y usada para estimular el consumismo desmedido. Al madurar, la reemplazan.
Es importante detectar la violencia por omisión, para poderla combatir.
¡Basta ya!
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