4 de marzo de 2012
Por Ana Lydia Vega
En anticipo de la Semana de la Mujer, los medios nos han obsequiado un caso tristemente ejemplar. En él se recoge, como para cursillo de programa de desvío, un muestrario elocuente de los prejuicios y estereotipos que configuran el telón de fondo de la violencia doméstica.
Los asesinatos de mujeres, ya se sabe, alcanzan aquí niveles epidémicos. Dada la crasa manipulación de estadísticas que oculta la magnitud del crimen, resulta imposible atenerse a las cifras. Estamos acostumbrados al desfile diario de camillas con sus anónimos bultos tapados, destinados a las neveras apiñadas de la morgue. Y eso sin estimar los números de las sobrevivientes de agresiones denunciadas, archivadas o acalladas.
En medio de esa realidad sobrecogedora, se sitúa el caso aludido. El “standing” social del protagonista, político prominente, desempeñará un papel determinante en el manejo y consumo del drama. Desde que empiezan a difundirse las primeras noticias de lo ocurrido, se pone en marcha un operativo de mitigación.
Sin que todavía se conozcan los pormenores del incidente, ya circula ampliamente la idea de que se trata de una simple “discusión de pareja”, algo común y normal. Son tensiones que pasan, diferencias que se disipan, nada del otro mundo, reza el convencimiento generalizado. La rápida intervención de la Policía en el presunto pico a pico levanta sospechas y hasta mueve a indignación.
Llueven las alabanzas al imputado: tan serio, tan íntegro, tan líder, tan ciudadano modelo, tan legislador ideal... Su sólido resumé profesional es un elemento decisivo en la construcción de esa reputación de padre intachable que defiende con uñas y dientes a patria, familia y partido contra las fuerzas del mal.
Objeto de una deferencia pasmosamente unánime entre correligionarios y adversarios, el Chapulín rojo-pava de la Cámara se coloca más allá de toda posible suspicacia. Ni siquiera roza el pensamiento la posibilidad de que pueda tener una turbulenta vida secreta. ¡Espacio, espacio, denle espacioooooo!, suplica el coro griego de sus seguidores. Y el silencio lo envuelve de pies a cabeza en su mágica capa protectora.
Entre tanto, los rumores y las insinuaciones fijan responsabilidades. La culpa tiene cara y cuerpo de mujer. Su juventud y belleza ya la cualifican, amén de sus estudios nocturnos y su estilo moderno de vestir.
¡Ajá, no está casada! ¡Es una chilla glorificada con un niño nacido de esa proscrita unión! Nadie parece recordar que tampoco el prócer ha contraído nupcias formales y que el hijo es el fruto bendito de los dos.
Un detalle fatal acabará de incriminarla. ¡Oh Dios, llegó tarde a su casa! ¡Qué delito imperdonable contra el recato hogareño!
Curiosamente, se olvida que la mujer estudia de noche y que deja su hijo al cuido de una tía. Se llega a sugerir que estaba reunida con sus condiscípulos en algún lugar de diversión. Supongo que los partidarios de esa conjetura hubiesen preferido que saliera, emburujada en una burka, bajo la estricta escolta del padre o el hermano.
Con el texto de la querella inicial aún en el misterio, se produce de repente un golpe teatral. En una segunda declaración jurada, ella se retira de la pesquisa criminal contra su compañero e implica a las autoridades en una nebulosa gestión de persuasión. Vestida de dudas desde el principio, su credibilidad sufre otra sacudida. Aunque el documento no niega la versión primera, se somete a su autora a un nuevo juicio de intención.
El prohombre en desgracia se aferra a la teoría conspiratoria como a última tabla salvadora. Después de todo, no suena tan descabellada a juzgar por la vocación chanchullera del partidismo caníbal. El peso de la prueba recae -otra vez- sobre ella. ¿Quién la presionó, a fin de cuentas: el estado o el marido?
Ya el lío está despachado cuando viene la virazón. Manos clandestinas filtran la declaración original de la perjudicada al Tribunal Supremo de La Comay. La versión divulgada de los hechos desmiente brutalmente la hipótesis de una banal e inofensiva riña conyugal. La opinión pública registra y adjudica. Y el tinglado de ambiciones políticas y transgresiones íntimas toca a su fin.
Pero ahí no para el asunto. Mientras las expresiones de solidaridad reconfortan al renunciante en su derrumbe, a la querellante la siguen acompañando la recriminación y el descrédito. ¿Será ése el castigo reservado a las mujeres que se atreven a hablar?
Amargo desenlace de una historia demasiado familiar. Que no quepa duda: desde su soledad desesperada, las víctimas de la violencia observan. Los agresores también.
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