La tía difunta había perdido la memoria. Sus hijos la reconstruían azarosamente como fragmentos de mármol que se hacen rendir con argamasa en losetas de terrazo, el material que pavimentó las esperanzas de la clase media puertorriqueña, y sobre el que ahora despedíamos a Titi Cambu. El cementerio bayamonés donde estábamos es una maqueta del errático desparrame urbano —o suburbano— con mausoleos que miniaturizan casas de urbanización en contradictorio junte de genericidad planificada e individualismo caótico.
Participé del duelo con la mirada fija en el terrazo, como solía hacer de niño durante la misa, desinteresado ya de las historias de Judea, embelesado por la aleatoriedad abstracta de las piedras. “El terrazo parece turrón”, pensé. Recordé la continuidad temática que existía entre casa, escuela e iglesia, reflejada en el recurrente “turrón” de mármol y cemento.
A días de haber perdido a la tía, por poco pierdo a su hermana, mi madre, cuando el viejo terrazo la traicionó de madrugada. “Me caí, estoy sangrando mucho, no puedo levantarme, busca ayuda”, imploró telefónicamente.
De Santurce a Villa Andalucía volé sobre un puente y tres elevados en doce minutos largos. La anciana estaba siendo rescatada por un grupo de vecinos y por la adrenalina que la empujó del dormitorio a la entrada, donde lanzó la llave que ellos, tan nerviosos como yo, no encontraban. “Tranquilo, ella está bien”, me dijo con ojos que regalaban paz un antiguo vecino y contemporáneo que no huyó del barrio.
Volví a ver el terrazo de la infancia, salpicado ahora con la sangre que me dio la vida, sin misterios, sin profetas, sin epifanías.
El gran milagro estaba afuera, el terrazo de amor que aglutinó a vecinos y rescatistas como fina gravilla de mármol, los mismos que no sucumbieron a la apatía y al desarraigo en las viejas urbanizaciones de cuartos de diez por diez por ocho de alto.
Milagro es que aún exista solidaridad tras una maniobra territorial que hizo todo por impedirla. Milagro es haber sobrevivido a la urbanización que quiso desbancar lo que un Cristo distante habría imaginado, la comunidad hermanada en el amor.
Milagro humano que celebro hoy y comparto, esperanzado.
n El autor es profesor de la Escuela de Arquitectura de la Politécnica.
Participé del duelo con la mirada fija en el terrazo, como solía hacer de niño durante la misa, desinteresado ya de las historias de Judea, embelesado por la aleatoriedad abstracta de las piedras. “El terrazo parece turrón”, pensé. Recordé la continuidad temática que existía entre casa, escuela e iglesia, reflejada en el recurrente “turrón” de mármol y cemento.
A días de haber perdido a la tía, por poco pierdo a su hermana, mi madre, cuando el viejo terrazo la traicionó de madrugada. “Me caí, estoy sangrando mucho, no puedo levantarme, busca ayuda”, imploró telefónicamente.
De Santurce a Villa Andalucía volé sobre un puente y tres elevados en doce minutos largos. La anciana estaba siendo rescatada por un grupo de vecinos y por la adrenalina que la empujó del dormitorio a la entrada, donde lanzó la llave que ellos, tan nerviosos como yo, no encontraban. “Tranquilo, ella está bien”, me dijo con ojos que regalaban paz un antiguo vecino y contemporáneo que no huyó del barrio.
Volví a ver el terrazo de la infancia, salpicado ahora con la sangre que me dio la vida, sin misterios, sin profetas, sin epifanías.
El gran milagro estaba afuera, el terrazo de amor que aglutinó a vecinos y rescatistas como fina gravilla de mármol, los mismos que no sucumbieron a la apatía y al desarraigo en las viejas urbanizaciones de cuartos de diez por diez por ocho de alto.
Milagro es que aún exista solidaridad tras una maniobra territorial que hizo todo por impedirla. Milagro es haber sobrevivido a la urbanización que quiso desbancar lo que un Cristo distante habría imaginado, la comunidad hermanada en el amor.
Milagro humano que celebro hoy y comparto, esperanzado.
n El autor es profesor de la Escuela de Arquitectura de la Politécnica.
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