15 de junio de 2012
Sin nombre
Mari Mari Narváez
La muerte siempre termina uniformándonos, haciéndonos prácticamente
iguales. No sólo porque sea nuestro único destino común sino porque,
ante el ritual de la expiración, todos hacemos y decimos las mismas
cosas. “No hay palabras”, “que en paz descanse”, “te acompaño en tus
sentimientos”, “no decimos adiós sino hasta luego”.
Como toda cultura, la de la muerte se va transformando. De un tiempo a esta parte, por ejemplo, los dolientes en los funerales gustan de asegurarse mutuamente que “hay que celebrar la vida” del difunto.
En un acto poético de intenciones casi transgresivas, también desafían la naturaleza misma de la muerte diciendo que la persona “vivirá para siempre” a través de su legado.
Los lugares comunes casi nunca son falacias. Precisamente, se repiten hasta la saciedad porque existe un consenso en torno a ellos. Pero pienso que se usan con cierta resignación, como un recurso casi fútil porque se sabe que hay cosas en la vida que no tienen nombre. Ciertos amores, por ejemplo. De repente te encuentras un día con alguien a quien amas, pero no exactamente como un amigo ni como una hermana ni como un amante ni como una hija ni como un padre ni como nada que puedas nombrar.
Con la muerte pasa lo mismo. Esa mezcla de dolor, de soledad, ese desgarramiento que a su vez es otra cosa; ese profundo estado de incomprensión es un territorio de lo innombrable; un vocabulario inexistente, algo que pertenece a un ámbito secreto y solitario, a lugares cerrados, íntimos, introvertidos.
Eso es lo interesante del gran lugar común que construimos ante la muerte. La manera como todos -desde el más brillante hasta el más huraño- vamos uniformándonos, actuando de la misma forma: llorar en todos los registros, mirar un punto fijo, tocarnos, hacer fila para abrazar al más afligido con una fuerza extraordinaria, como queriendo perforarle la cavidad toráxica, como si no fuéramos uno entre decenas, cientos de personas que hacen la misma fila para propinar el mismo golpe en señal de amor.
Lo más que me conmueve de todo esto es que, en esa última instancia, ahí donde literalmente no quedan remedios, la gente se vuelve más simple, más cándida que nunca.
Como toda cultura, la de la muerte se va transformando. De un tiempo a esta parte, por ejemplo, los dolientes en los funerales gustan de asegurarse mutuamente que “hay que celebrar la vida” del difunto.
En un acto poético de intenciones casi transgresivas, también desafían la naturaleza misma de la muerte diciendo que la persona “vivirá para siempre” a través de su legado.
Los lugares comunes casi nunca son falacias. Precisamente, se repiten hasta la saciedad porque existe un consenso en torno a ellos. Pero pienso que se usan con cierta resignación, como un recurso casi fútil porque se sabe que hay cosas en la vida que no tienen nombre. Ciertos amores, por ejemplo. De repente te encuentras un día con alguien a quien amas, pero no exactamente como un amigo ni como una hermana ni como un amante ni como una hija ni como un padre ni como nada que puedas nombrar.
Con la muerte pasa lo mismo. Esa mezcla de dolor, de soledad, ese desgarramiento que a su vez es otra cosa; ese profundo estado de incomprensión es un territorio de lo innombrable; un vocabulario inexistente, algo que pertenece a un ámbito secreto y solitario, a lugares cerrados, íntimos, introvertidos.
Eso es lo interesante del gran lugar común que construimos ante la muerte. La manera como todos -desde el más brillante hasta el más huraño- vamos uniformándonos, actuando de la misma forma: llorar en todos los registros, mirar un punto fijo, tocarnos, hacer fila para abrazar al más afligido con una fuerza extraordinaria, como queriendo perforarle la cavidad toráxica, como si no fuéramos uno entre decenas, cientos de personas que hacen la misma fila para propinar el mismo golpe en señal de amor.
Lo más que me conmueve de todo esto es que, en esa última instancia, ahí donde literalmente no quedan remedios, la gente se vuelve más simple, más cándida que nunca.
n La autora es periodista.
* Publicada en El Nuevo Día
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