En Rojo/Claridad
El feminismo y yo
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En estos días que la reflexión e introspección es meritoria, he dialogado sobre temas de género hasta el cansancio intentando obtener inspiración para escribir este artículo. Admito que desde hace dos años, estos diálogos fortuitos se han convertido en parte de mi vida cotidiana. Y es que no puedo repensar mi vida, ni siquiera el mundo, sin las discusiones de género, sin la lucha, sin el activismo, sin las feministas.
Una vez despiertas a la conciencia de género, te maneja por completo. Y luchas contra todo lo que has aprendido o contra lo que no está correcto, contra la disparidad. Pero también luchas con tus propias contradicciones; reeducas tus pensamientos, la forma en que hablas y escribes, y la manera en que te relacionas. Es el proyecto de tu vida. A consecuencia, buscas otras chicas iguales a ti, que entiendan el proceso por el cuál estás pasando. Y aparecen por todos lados. Aparecen, por ejemplo en Puerto Rico, unas Nahomi, Lourdes, Liana, Zuly, Mariem, Marielis. Alana, Amarylis, Adriana, Ruthie, compañeras jóvenas, luchadoras todas, con visiones y procedencias diferentes, pero a las cuáles admiro y respeto siempre. Una responsabilidad inmensa recarga nuestro cuello, nuestras barrigas. Doy fe de que somos muchas más de lo que parecemos, pero a veces no nos ponemos de acuerdo.
En esa búsqueda coincidí en el 2009 con otras muchas mujeres en el XI Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe en la Ciudad de México. ¡Qué maravillosa diversidad! Cuando regresé del viaje, recuerdo que le comenté a mi madrina feminista lo sorprendida que estaba de la variedad de discursos, estética, reclamos, retos de aquellas mujeres que me intimidaban, y a la misma vez inspiraban. Si aquella era una muestra de las feministas de nuestro continente, la reconquista y la equidad están aseguradas. Aquellas no eran las mujeres a las cuales estaba acostumbrada, sin menospreciar a las que habían alimentado mi feminismo, como lo son mis abuelas.
¡Ay, mis abuelas! Liberata, Lydia y Herminia: diferentes en procedencia e igualitarias en espíritu. Herederas de la cultura patriarcal, pero reproductoras de la liberación femenina a su estilo. Incondicionales y ejemplares. Luego pasé por la universidad y fui conociendo a mis madrinas en la fe feminista, todas militantes de la segunda ola: Norma, quien me enseñó a no negarme al feminismo y la acepté como mi guía; Jossie, la mujer más trabajadora y responsable del universo; Sandra, sabia y modeladora; Ana Irma, impetuosa enciclopedia; Doña Genoveva, pionera que hasta hace poco luchó con su pluma y papel; Aidita y sus extraordinarias historias; y otras tantas que me cambiaron la vida y que merecen ser conocidas. Me han compartido parte de su activismo. He querido escucharlo y hacerlo mío. Ahora cosechamos los frutos de los esfuerzos de éstas y otras feministas que nos anteceden. Podemos ser más libres, podemos decidir en cuanto a nuestra sexualidad, podemos trabajar y capitanear una familia.
Ser activista es una decisión, una locura, es creer tanto en algo, que pasas tus propios límites por defenderlo, por hacer tuya la calle. Te sientes orgullosa, de ti y tus pares, por no quedarte en casa, por moverte al son de tu corazón y conciencia. Por ser como tu vida te lo dicta. ¿Y se ven los resultados? Se ven, y pongo como garantía mi vida y la de mujeres que sobreviven y rompen con la violencia en sus hogares, que superan sus dificultades, que salen de la pobreza, que viven en paz, que asumen posiciones de poder político y económico responsablemente, que deciden procrear o no; casarse, quedarse solteras o convivir. Sin embargo, las amenazas son más. Somos las más pobres, las más enfermas, las más golpeadas, las más afectadas por los sistemas económicos y los fundamentalismos religiosos. Avanzamos, pero lento. Tenemos que aumentar la intensidad.
En este mes, semana, año, siglo de la mujer, se fortalece y se consolida más fuerte mi feminismo junto a las compañeras del Movimiento Amplio de Mujeres y otras organizaciones, quienes desde la calle, hacemos lo propio para asegurar una vida digna, tanto para las mujeres, como para los hombres.
La autora es una de las portavoces del Movimiento Amplio de Mujeres, comunicadora y profesora en la Universidad de Puerto Rico en Cayey.
Una vez despiertas a la conciencia de género, te maneja por completo. Y luchas contra todo lo que has aprendido o contra lo que no está correcto, contra la disparidad. Pero también luchas con tus propias contradicciones; reeducas tus pensamientos, la forma en que hablas y escribes, y la manera en que te relacionas. Es el proyecto de tu vida. A consecuencia, buscas otras chicas iguales a ti, que entiendan el proceso por el cuál estás pasando. Y aparecen por todos lados. Aparecen, por ejemplo en Puerto Rico, unas Nahomi, Lourdes, Liana, Zuly, Mariem, Marielis. Alana, Amarylis, Adriana, Ruthie, compañeras jóvenas, luchadoras todas, con visiones y procedencias diferentes, pero a las cuáles admiro y respeto siempre. Una responsabilidad inmensa recarga nuestro cuello, nuestras barrigas. Doy fe de que somos muchas más de lo que parecemos, pero a veces no nos ponemos de acuerdo.
En esa búsqueda coincidí en el 2009 con otras muchas mujeres en el XI Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe en la Ciudad de México. ¡Qué maravillosa diversidad! Cuando regresé del viaje, recuerdo que le comenté a mi madrina feminista lo sorprendida que estaba de la variedad de discursos, estética, reclamos, retos de aquellas mujeres que me intimidaban, y a la misma vez inspiraban. Si aquella era una muestra de las feministas de nuestro continente, la reconquista y la equidad están aseguradas. Aquellas no eran las mujeres a las cuales estaba acostumbrada, sin menospreciar a las que habían alimentado mi feminismo, como lo son mis abuelas.
¡Ay, mis abuelas! Liberata, Lydia y Herminia: diferentes en procedencia e igualitarias en espíritu. Herederas de la cultura patriarcal, pero reproductoras de la liberación femenina a su estilo. Incondicionales y ejemplares. Luego pasé por la universidad y fui conociendo a mis madrinas en la fe feminista, todas militantes de la segunda ola: Norma, quien me enseñó a no negarme al feminismo y la acepté como mi guía; Jossie, la mujer más trabajadora y responsable del universo; Sandra, sabia y modeladora; Ana Irma, impetuosa enciclopedia; Doña Genoveva, pionera que hasta hace poco luchó con su pluma y papel; Aidita y sus extraordinarias historias; y otras tantas que me cambiaron la vida y que merecen ser conocidas. Me han compartido parte de su activismo. He querido escucharlo y hacerlo mío. Ahora cosechamos los frutos de los esfuerzos de éstas y otras feministas que nos anteceden. Podemos ser más libres, podemos decidir en cuanto a nuestra sexualidad, podemos trabajar y capitanear una familia.
Ser activista es una decisión, una locura, es creer tanto en algo, que pasas tus propios límites por defenderlo, por hacer tuya la calle. Te sientes orgullosa, de ti y tus pares, por no quedarte en casa, por moverte al son de tu corazón y conciencia. Por ser como tu vida te lo dicta. ¿Y se ven los resultados? Se ven, y pongo como garantía mi vida y la de mujeres que sobreviven y rompen con la violencia en sus hogares, que superan sus dificultades, que salen de la pobreza, que viven en paz, que asumen posiciones de poder político y económico responsablemente, que deciden procrear o no; casarse, quedarse solteras o convivir. Sin embargo, las amenazas son más. Somos las más pobres, las más enfermas, las más golpeadas, las más afectadas por los sistemas económicos y los fundamentalismos religiosos. Avanzamos, pero lento. Tenemos que aumentar la intensidad.
En este mes, semana, año, siglo de la mujer, se fortalece y se consolida más fuerte mi feminismo junto a las compañeras del Movimiento Amplio de Mujeres y otras organizaciones, quienes desde la calle, hacemos lo propio para asegurar una vida digna, tanto para las mujeres, como para los hombres.
La autora es una de las portavoces del Movimiento Amplio de Mujeres, comunicadora y profesora en la Universidad de Puerto Rico en Cayey.
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