Hace diez años, me
fui a la gran “America” a obtener un doctorado, pues mi vida laboral en ese
momento me llevaba a buscar opciones de “progreso.” Recuerdo muy bien el día
que me fui. Tenía la mirada nublada, cubierta de lágrimas porque dejaba atrás
la vida entera. Nunca había visto nieve, y me preguntaba si mi inglés criollo
me iba a servir de algo en la torre de marfil, esa dominada por hombres blancos
adinerados. Tan pronto llegué me pidieron el “green card.” Ahí me di cuenta de
que lo que me esperaba no iba a ser fácil. Cercana a terminar cuatro años de
sacrificio, de arrastrar el cansancio de 3 trabajos, con préstamos a cuestas,
sacrificio vestido de honra, de acuerdo a mi abuela, me preparaba para terminar
el grado doctoral. Cada línea que se llenaba en el curriculum vita, llevaba colgando
sueños viejos, la culpa por las ausencias en la vida de los míos, de las mías,
y la siempre presente duda de qué pasaría cuando terminara esa etapa de vida.
Ya cuando llegaba
el tiempo de buscar empleo, las oportunidades en Puerto Rico eran inciertas. No
me quedó opción que buscar en “America,” donde varias universidades le daban la
bienvenida a la profesora Latina, quien podría representar en los comités de
inclusión y diversidad, quien podría ayudar a llenar las cuotas de
reclutamiento de mujeres y de “people of
color,” y ¡encima sabía investigar! Fueron varias las entrevistas, un par de
ofertas. Alguna amiga me dijo: “¿De que
te quejas, mija? ¡Mira el vaso lleno!”
Pensé que había
podido manejar la tristeza de no poder regresar a la isla, a hacer allí y estar
con mi familia, hasta que a mi papá le diagnosticaron cáncer. ¿Cómo
me iba a perdonar no estar junto a él? El sueño de regresar se veía cada vez más
lejos. Me habían ofrecido una plaza como docente en una universidad en Texas. Hice
la visita a la universidad para completar el proceso de entrevista. ¡Una oferta
perfecta! Se suponía que estuviera contenta. Lloré tanto en el vuelo de vuelta,
que varios desconocidos tuvieron que consolarme. Cercana a esa fecha me llamaron de Puerto Rico
para decirme que era posible que me pudieran ofrecer un contrato de servicios.
O sea, nada de garantías, y mucho menos beneficios, y asumiendo
responsabilidades grandes. “Nada, más adelante surgirían oportunidades más
estables,” recitaba una y otra vez. No lo pensé para aceptar regresar a Puerto
Rico con un contrato por cinco meses. Me tocaba avisar en Texas. El decano que
me había ofrecido la plaza docente hizo un silencio largo al recibir la
noticia. Sorprendido con mi cambio de “chinas por botellas,” dijo que iba a
dejar abierta la oferta un tiempo, para que yo me asegurara de que mi decisión
había sido la más sabia. ¡Pero es que yo anhelaba, necesitaba, estar y hacer en
casa! Regresé con bríos nuevos, energizada, esperanzada. Pero “las crisis” habían
marchitado un poco esa energía a flor de piel, pues al cabo de un año, tuve que
volver a EEUU a trabajar. Al tiempo, obstinada, regresé a la isla, y tras seis años
continúo como cuando empecé, en un contrato de servicios, con sobre carga de
trabajo, a veces sin paga, dejando la vida, amando sin condiciones ese espacio
en el que trabajo. Y ese es el caso de muchas y muchos.
En estos pasados
seis años, anualmente, y en ocasiones semestralmente, me han temblado las
rodillas al preguntarme si tendré trabajo al terminarse el periodo de
contratación. Mi alma se atribula cada vez que recibo llamada de alguna colega
en EEUU que me insiste en que ya es tiempo de tener el espacio oportuno para
llevar a cabo una carrera que me permita “avanzar”. “Regresas cuando te
retires, a darte vida de la buena…” El amor obstinado, arraigado, convencido,
enloquecido por esta isla, hace que haga sentido mantener la esperanza, pese a
la larga espera. Se hace más con menos, y una se siente afortunada, por el
hecho de al menos tener un trabajo, como si en algo eso mejorara una injusta
realidad. Ya es demasiada la gente que
tiene que partir pues lo ha querido así “un destino” con nombre y apellido y gracias
a las múltiples crisis que tienen raíces estructurales profundas, indignas,
mezquinas y dolorosas. A pesar del futuro incierto que se vive en todos los
espacios de la vida de las puertorriqueñas, no podemos darnos el lujo de
sucumbir a la impotencia. Cuando el corazón se divida, y con esfuerzo apenas se
logre que en parte coexistan la rabia y la esperanza, hagamos eco… despiertas…de
las palabras de Julia… somos puños cerrados. Resistamos.
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