En Humacao,
cinco de la tarde, cerca de Patagonia, en un semáforo, miro a través del
retrovisor y observo a plena luz del día lo que nunca había visto antes excepto
en alguna que otra película.
Lo que voy a
relatar no ocupa más de 60 segundos de tiempo de ocurrencia pero para mí parece
una eternidad que aun perdura.
El carro de
atrás es un Mercedes negro, pasado por varias manos. Lo ocupan tres personas, un joven y una
muchacha que no pasan de los 20. Un niño
o niña que no pasa de 2 años.
El hombre saca
su brazo derecho y lo echa hacia el izquierdo como si fuera un saque de tennis
y lo descarga hacia la derecha impactando la cara de la mujer que ocupa el
asiento del pasajero. La veo abrir la boca grande, llorar como una niña,
acercarse al retrovisor del Mercedes y verificar el estado de su cara. Siento el sonido de la piel hinchándose en la
frente el dolor que aumenta hasta convertirse en un ardor al cual ya una se ha
acostumbrado. El infante se queda quieto
no hace nada. El hombre dice lo que sospecho que son cuarenta malas palabras,
se trepa por la acera, hace un corte de pastelillo y se dirige por la carretera
tres en dirección a Yabucoa.
Observo
achinando los ojos la tablilla, no puedo descifrarla. Recuerdo que hace meses tengo que visitar al
oftalmólogo para actualizar mi receta de miopía. Le pregunto a mi hijo si puede verla,
descifra una J pero ya el vehículo esta muy lejos, me toca la luz roja y no
puedo perseguirlo.
En ese instante
en que hace el corte de pastelillo y lo tengo a distancia suficiente para que
me escuche, quiero gritarle al menos “cabrón, eso no se hace”, que le voy a
llamar a la policía, preguntarle a la mujer algo aunque sea el mal de los
reporteros y decirle si está bien. Miro
al lado, mi hijo de 17 años ocupa el asiento del pasajero, mi hijo de 14 ocupa
el de atrás. Pienso que las
posibilidades del hombre de tener una pistola son significativas. No digo nada.
Me siento impotente. Me conformo con tratar de obtener el número de su
tablilla, pero mi vista me lo ha impedido y el semáforo también.
Me preocupa la
prevalencia de violencia machista en mi país.
Me preocupa la situación en Humacao, Yabucoa, Las Piedras, Juncos y
Caguas, de donde proviene la mayoría de mi clientela, como abogada que ve casos
de familia. Podría afirmar que el 95% de
los casos que veo en el contexto de divorcios, custodias, relaciones de familia
y pensiones están atravesados por la violencia machista. Me pregunto si soy un imán para este tipo de
casos o si en verdad existe un problema de dimensiones epidemiológicas. No sé, pretendo constatarlo en algún momento
con las estadísticas de la policía de la región.
Por el momento
escribo esto para desahogarme y me pinto los labios de un vino intenso, posible
color que llevará ella en la frente por los próximos días, en memoria del
episodio de violencia que ellas han sufrido, y que yo observé ayer en la tarde,
desde la distancia segura de un retrovisor.
[La autora es abogada y activista de derechos humanos]
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